miércoles, 27 de septiembre de 2017

JUGANDO CON LA REALIDAD (CUENTO CORTO)






Laro había nacido en un limpio y avanzado hospital de una ciudad de occidente. El médico de guardia firmó el alumbramiento desde su dispositivo móvil conectado en red con la unidad central. Su infancia transcurrió dentro de un mundo aún más renovado y moderno que el de sus propios padres, que ya padeció de avances importantes y cambios significativos al paso de lustros. Laro, al igual que muchos adolescentes de su tiempo, poseía un abanico muy extenso de amigos, aunque no conocía a la gran mayoría de ellos en persona, solamente a través de video hologramas o fotografías recibidas vía red social. Él se sentía feliz por disfrutar de tantas distracciones derivadas de la tecnología con la que convivía cada día. Los amigos reales con los que jugaba, siempre con consolas, eran vecinos de su urbanización: chavales de parecida edad preocupados por superar los diferentes niveles de esos juegos en red a los que se enfrentaban. Pero a partir del día de su decimocuarto cumpleaños iba a suceder algo que perturbaría su bienestar emocional para siempre.
     Sus padres le regalaron un equipo informático capaz de ejecutar todo tipo de aplicaciones por voz; el teclado virtual no contenía letras o signos ortográficos, simplemente símbolos indicativos de borrado, afirmación o negación de frases. Acoplando un mando adecuado podía jugar a cualquier game del mercado sin temor a que no moviera con fluidez sus imágenes en tres dimensiones. Encontró por internet un juego con el que se viajaba cierta cantidad de años hacia el pasado abriendo la acertada puerta de entre las que aparecían con distintos aspectos para elegir; el realismo quedaba patente desde el primer momento en que se abría la puerta escogida.
     Después de un primer contacto con ese juego de las puertas del tiempo sin haber resultado muy satisfactorio debido a la imposibilidad de avanzar hacia el futuro, Laro decidió acercarse de nuevo al dispositivo una tarde para iniciar una partida y conformarse con retroceder hasta seis décadas. Al principio no sabía cómo reaccionar ante las distintas situaciones que planteaba el programa, tampoco cómo actuar delante de cada personificación que pudiera aparecer en escena. Se había colado en una especie de cabaña junto a la ribera de un río, con muchos árboles alrededor y flores multicolores en el jardín; era un ambiente muy poco conocido para este chaval introvertido, que vivía a caballo entre su casa, la de su vecino y la escuela. Laro no acostumbraba a salir de su entorno más que ocasionalmente, siempre a regañadientes cuando tenía que alejarse de sus pasatiempos o había de romper sus rutinas por algún motivo. Ese día, sin embargo, se quebraron gran parte de sus establecidos hábitos y no parecía importarle demasiado; deseaba conocer mejor todo lo que se le había presentado tras esa puerta. La ficticia realidad se iba configurando en cada momento con más intensidad, y Laro se olvidó de golpe de que estaba inmerso en un juego.
     Un muchacho bien vestido y muy educado se acercó a él y dijo:
   - Me llamo Juan y vivo aquí con mis abuelos, ellos han salido a hacer unos recados hace unos minutos. Si quieres podemos ir al exterior y te enseño los árboles que rodean la finca y las flores que tenemos en el jardín.
     Juan puso su brazo derecho sobre los hombros de Laro, quien, con asombro, comenzaba a sentirse muy a gusto junto a un amable holograma dispuesto a mostrarle una naturaleza totalmente desconocida para él.
     De repente Laro perdió la noción del tiempo; una extraña felicidad empapó la región emocional de su cerebro y un curioso bienestar se adueñó de su cuerpo, así como de sus sentidos. Juan lo condujo hasta el porche, le enseñó el recinto floral que sus abuelos cuidaban con esmero. Había rosas, orquídeas, hortensias y una exótica flor originaria de Asia, llamada corazón sangrante. Laro quedó impresionado con tanta belleza natural, pero no pudo oler los diferentes perfumes que desprendían algunos de esos preciosos brotes reproductores por más que Juan le invitaba a hacerlo. También le mostró las plantas: algunas de ellas medicinales, otras comestibles. Pero, al igual que con las flores, no fue capaz de percibir los distintos aromas que desprendían.
     Posteriormente se dirigieron hacia el río descendiendo por unas escaleras que partían de una puerta trasera de la humilde morada. El cauce era estrecho y el agua corría con muy poco caudal. Juan cogió un canto rodado en forma de disco casi plano y lo lanzó con su mano desde pocos centímetros del nivel de la superficie fluvial, observando ambos cómo la aplastada piedra daba varios saltos antes de hundirse. Laro nunca había visto algo semejante, por lo que quiso probar a hacer lo mismo que Juan, pero no lograba agarrar los pequeños fragmentos desgastados por la corriente del río. Juan se acercó a la orilla y se lavo la cara quedando muy satisfecho. Laro intentó hacer lo mismo, pero nada notó al meter las manos en el agua y tampoco llegó a su cara una sola gota.
     Unos minutos después traspasaron las puertas del muro que protegía la propiedad y se adentraron en un frondoso bosque donde se encontrarían con un peculiar holograma. En ese momento en que penetraron en un territorio de nadie, Laro se sintió un tanto indefenso y temeroso al caminar sobre una hojarasca con humedad que no percibía, pero que lograba intuir en el ambiente. Al llegar a un hayal situado a pocos pasos de la vivienda rural, se acercó un chico de morena tez, enjuto, desaliñado y vestido con harapos preguntando:
   - ¿Qué hacéis por este bosque de robles, hayas y abedules? ¿A lo mejor os habéis perdido? Yo me llamo Leo, decidme quiénes sois vosotros.
     Laro, sorprendido por la ropa que llevaba puesta Leo, respondió por los dos diciendo:
   - Yo me llamo Laro. Juan, que vive aquí al lado con sus abuelos, quería enseñarme este precioso bosque. Veo que llevas unas hojas con dibujos de animales y árboles en tus manos; te gusta pintar, supongo. Yo lo hago con un programa de ordenador, a veces, pero no me queda tan bien como a ti.
     Laro pidió permiso a Leo para examinar mejor sus fantásticos dibujos, mientras Juan les explicaba que en la antigüedad la madera de haya se utilizaba para escribir o dibujar tal como hoy se usa el papel, que se lo había contado su abuelo, a quien le encanta todo lo relacionado con los libros encuadernados, los ya viejos libros. Laro fue incapaz de sostener los dibujos en sus manos, pues estos las atravesaban y caían al suelo cada vez que Leo intentaba dárselos.
     Laro empezó a incomodarse por todo lo que no realizaba de manera normal y se dio cuenta de que estaba jugando con la realidad, lo cual entrañaba cierta confusión. Reflexionó unos minutos para llegar a la conclusión siguiente: "Seguro que si salgo del juego y de mi casa, dejando de lado todos estos entretenimientos, podré tocar, oler, sentir, aprender, entender muchas cosas y tal vez obtener habilidades nuevas aún sin explotar". Justo al acabar de pensar en todo eso, cerró la partida de las puertas del tiempo con el propósito de iniciar otro tipo de juego; esta vez no virtual, llamado vida real.
     Al día siguiente fue a casa de sus abuelos maternos. El abuelo había pertenecido muchos años a un grupo de montañismo, así que Laro le propuso ir un día a la montaña para que le enseñara cosas como hacer diferentes nudos con los cabos de una cuerda, saber orientarse sin GPS, distinguir las plantas comestibles de las que no lo son y algunas destrezas más. El padre de su madre accedió encantado a algo así, por lo cual no esperó una semana siquiera para irse con su nieto al monte y transmitirle parte de sus conocimientos sobre montañismo, así como otros asuntos relacionados con la naturaleza. Ambos vivieron una experiencia fantástica. En esta ocasión Laro pudo oler y coger con sus manos las plantas, también tocó la madera de los árboles, sintió dolor en sus pies cuando se tropezó con algunas piedras al andar, se manchó cuando cayó al suelo al resbalar con el barro y se lavó la cara con el agua de un río fluyendo con una fuerza que desplazaba ligeramente sus manos cuando las metía.
     A partir de ese día en que había ido al monte con su abuelo, Laro dejó de jugar con sus consolas, comenzó a salir a la calle a charlar con los chicos de su edad y se divertía bromeando con las chicas acerca de los cambios que sufrían sus cuerpos. Hizo amigos y amigas con los que iba al cine, a tomar un refresco o comer un helado, a corretear por grandes parques o pedalear en bicicleta por caminos rurales. Laro había empezado a disfrutar de una vida de verdad y ya no necesitaba jugar con la realidad.